jueves, 8 de marzo de 2012

LUCES DEL BOSQUE


En el fondo del bosque, donde los árboles cobran vida y los animales se reúnen a cantar, existe una puerta que te lleva directamente al centro de la tierra, donde se encuentra el gran reino de los Hijos. Ahí, una vez al año, se reúnen en un gran concilio todas las criaturas. Los señores de los elfos, los señores de los trolls, los amos de las olas, los jinetes de la noche, los faunos, los pastores de los bosques, las hadas de las flores y las ninfas del aire, se presentan con gran pompa y nobleza.
Es una fiesta donde todos están invitados, incluso los seres humanos. Pero como no hay nadie entre aquellos que viven en las estrellas, y los que habitan en el fondo de los mares que confíe en ellos, sólo el niño con el corazón más puro, es elegido para representar los hombres de buena voluntad. Al menos, eso es lo que dicen lo cuentos, al menos, es lo que se oye en la canciones que le cantaban sus abuelos..
Jalil tenía 13, o 14 años. Era simpática, tierna, dulce, y muy inteligente. Le gustaban los cuentos y las leyendas de hadas y bosques. Disfrutaba mucho escuchar las conversaciones de la gente mayor. Su mejor amigo, Mikhele, tenía cerca de 80 años. Vivía a dos cuadras de su casa, y lo visitaba tan seguido como podía. A decir verdad, todos sus amigos eran gente mayor, pues es difícil tener amigos de tu edad cuando tienes síndrome de Down.
Jalil, era robusta. A Mikhele la causaba gracia mirarla subir las escaleras de su casa. Pero no de un modo mal intencionado. Sólo una de esas cosas que uno puede encontrar graciosas en un querido amigo, sin que por ello vaya a ofenderse.
-Pequeña –le dijo esa tarde entre risas-, vas a tener que dejar de comer pasteles.
-No estoy gorda, -replicó ella-. Retengo líquidos.
-Jajaja, si pequeña, desde luego –respondió quitando su periódico de un banco para que Jalil se sentara-. ¿Qué noticias traes hoy?, ¿Qué aventuras emprendiste este día?
-¡Las luces del bosque! –dijo ella sentándose. Las cejas de Mikhele dieron un brinco-. Anoche, había unas luces verdes en el bosque. Bozid, Marry y Farrag también las vieron. Bozid dice que cuando era niño se veían con regularidad, ¡que son hadas! ¡¿No es emocionante?! –exclamó tan entusiasmada que aplaudía y gorgojaba. Cuando eso sucedía, le escurría saliva por la comisura de los labios. Mikhele no se emocionó, se desplomó en su mecedora.
-Han vuelto… -dijo sin querer decirlo. Las palabras se le habían escapado de la boca-. No te vayas a acercar a ellas.
En casa Abín la recibió con el típico: “hola mongoloide, blaaaa, blaaaa”. Abín era su hermano menor. Dos años más pequeño que ella, y sin ninguna gracia. Era uno de esos niños que resultan antipáticos. Encontraba divertido gemir como retrasado mental, y hacer un infierno la vida de su hermana a base de burlas. Jalil pensaba que tal vez él era el retrasado, y no ella.
Sus padres rara vez lo reprendían. En realidad, aunque tenían todas las atenciones necesarias con Jalil, no les gustaba tener una hija “diferente”. “Diferente”, era la palabra que usaban. A ellos no les gustaban las cosas “diferentes”, y nos les gustaba su hija.
Los ratos que Jalil pasaba en casa, lo hacía encerrada en su cuarto, leyendo cuentos o recordando las historias que sus abuelos le habían enseñado. Esa noche en particular, miraba el bosque desde su ventana. No estaba lejos, a unos 500 metros de su cuarto, bajando por una ladera poco inclinada.
-No te acerques a ellas –le había advertido Mikhele. Muchos años atrás, esas luces se habían llevado a su hermano. Al menos eso fue lo Mikhele le contó. En realidad había sido secuestrado por pakistaníes, pero en esa época, en ese pueblo, la gente respetaba y temía a las hadas de los bosques y a los genios del desierto. Los secuestros eran una cosa extraordinaria, y los ataques de animales eran raros. Cuando su hermano desapareció, Mikhele y muchos otros, dieron por sentado que lo habían tomado las hadas.
“Se lo habrán llevado porque era un niño de corazón puro”, pensaba Jalil con el rostro recargado en la ventana. Ella no tenía el corazón puro, pues a veces había deseado que su hermano se rompiera una pierna, se lo comiera una víbora, o simplemente que desapareciera. “Pero tal vez”, pensó, “si se los pido con muchas ganas, me dejen ir con ellas”. En ese momento se paró decidida, brincó la ventana, y se dirigió al bosque. Era tarde, cerca de la media noche. Sus padres estarían dormidos así que no irían a buscarla, y sino dormían, no había diferencia. Nunca la buscaban.
Bajó por la ladera gorjeando y dando palmadas de la emoción. Al entrar en el bosque se preguntó porqué lo llamarían Sordo. Más bien debía llamarse mudo. Era completamente silencioso. También era oscuro, pero no más que cualquier boque. La luz de la luna se colaba entre los árboles, y el olor de los pinos, la hierba seca, los ciervos, las ardillas, y todas las criaturas se mezclaban en un dulce aroma. El dulce olor del bosque.
Caminó sin rumbo durante un largo rato, en el que no vio, ni oyó nada. Ni el ulular de los búhos, ni el crujir de las hojas secas bajo el paso de animales. No había más sonidos que los de ella: su gorjeo emocionado, y sus palmadas.
Zigzagueó sin proponérselo durante horas, hasta que se dejó caer de golpe. Estaba cansada y decepcionada. La noche anterior había visto las luces desde su cuarto titilantes entre los árboles. Y eran muchas, tendría que haberlas visto nomás entrar al bosque. No fue así. Tal vez se habían ido a otro bosque, tal vez habían regresado a su país, y no volverían hasta el siguiente año, o tal vez… a lo mejor huían de ella como los niños en la escuela. Seguramente era tan horrible para ellas como para el resto del mundo. Jalil no se engañaba, era demasiado lista para eso. Su piel era tan pálida como la leche rebajada con agua. Su cara era deforme y regordeta. Casi no tenía pelo. Apenas unos largos mechones de cabello lacio escurrían sobre su espalda. Su pecho caía sobre su panza como un helado derretido. Las piernas y los brazos le pesaban, y se sacudían cuando caminaba. En los pliegues de carne que se hacían entre sus lonjas tenía ronchas. Era espantosa. Era grotesca, y ella lo sabía.
Su abuelo le había enseñado a no sentir lástima de sí misma. Cerró los ojos, y los puños, para contenerse. No quería llorar. Se quedó inmóvil… silenciosa. No sabría decir cuánto tiempo estuvo así. No mucho rato, pero si lo suficiente para que se pasara el sentimiento. Finalmente liberó un suspiro, abrió los ojos, y al levantar el rostro casi le da un infarto de felicidad. Frente a ella estaba esa luz verde, como un círculo sin bordes, como una brillante flor de diente de león de 80 centímetros de diámetro. Era más grande de lo que se había imaginado. Flotaba como una burbuja de jabón.
-¡Un hada! –Gritó Jalil pegando un brinco-. Ho ho ho ho… -gorgojó dando palmadas de emoción, mientras la luz… la esfera luminosa giraba a su alrededor examinándola. A Jalil parecía darle cosquillas. Reía y pegaba brinquitos con los pies juntos-. ¡ho ho ho ho ho! –exclamaba.
De pronto la esfera se detuvo frente a ella, y le habló. Sus palabras sonaban mas o menos así: “tk tk tk tk tk tk tk”.
-¡Si, si, si, si, hadita! –respondió Jalil, que desde luego no había entendido nada.
-Tk tk tk tk tk tk –repitió la luz antes de dispararse rumbo al corazón del bosque. Jalil no comprendió lo que pasaba. Creyó que la estaba abandonando.
-¡No me dejes hadita!, ¡Soy buena, en serio! –exclamó corriendo tras ella, pero la esfera había desaparecido en un parpadeo. Volvió a quedarse sola, aunque sólo unos segundos. Tan rápido como se había ido, la luz verde regresó.
-Tk tk tk tk tk tk –volvió a decir antes de salir disparada de nuevo. Pero esta vez no desapareció. Se detuvo unos metros más adelante.
-Tk tk tk tk tk tk –dijo, y esperó a que Jalil la alcanzará antes de avanzar otros tantos metros. De esa forma (avanzando y esperando) la guió hasta a la parte más silenciosa y quieta, a la más honda del bosque.
El aire no corría. Los árboles no bailaban como en las canciones. Las copas de los árboles se amontonaban asfixiando los rayos de luna. La esfera verde luminosa era lo único que se interponía entre ella y la total oscuridad.
Jalil sudaba nerviosa. Tenía miedo, pero lo rebasaba su emoción. De pronto como capullos floreciendo, aparecieron dos nuevas esferas.
-¡Más hadas! –celebró la niña.
-Tk tk tk tk tk  -decían las recién llegadas-. Tk tk tk tk –respondía la otra.
-¡Ho ho ho ho ho! –gorgojeaba Jalil emocionada, que las veía ir y venir, girar entorno a ella haciéndole cosquillas. De algún modo entendió que estaban deliberando si llevarla, o no-. ¡Sí, sí, quiero ir! ¡Seré buena, lo prometo! –decía más para ella que para las hadas. Se imaginaba el reino de los Hijos de la Tierra. A los hermosos elfos en sus armaduras plateada junto a los terribles orcos con las suyas de hierro. ¡Oh, las ninfas, las sílfides! ¡¿Habría lugar para las sirenas?!
En eso un de ellas dio un último “tk tk tk tk tk”. Por fin se habían puesto de acuerdo. De algún lugar se escuchó un sonido profundo y grave. Jalil lo comparó con el rugir de un cuerno de batalla. Era de una puerta que se abría en medio del bosque. No tenía marco y parecía no ir a ningún lugar. Irradiaba una luz blanca que no permitió ver en su interior. Pero ella no tuvo duda. Llevaba a otra dimensión, al mundo de los duendes.
Las esferas se posaron en el piso. Ante la luz blanca se podía ver su forma. Eran unos hombrecitos verdes, menudos y delgados de grandes ojos negros. Sus alas eran como de libélulas, delicadas y traslucidas.
Cogieron a Jalil de las manos, y la llevaron hacía la luz. ¡Era tan emocionante! La niña miró atrás por última vez. No le dio tiempo de pensar en nada. Uno de ellos le puso la mano en la espalda apresurándola con gentileza. Cerró los ojos. Estaba deslumbrada. La luz era cálida. Entró con una enorme sonrisa, y se cerró la puerta.
Antes de despegar, la nave perdió su camuflaje. Era una esfera plateada, una gigantesca perla de mar. Vibró un segundo, y salió disparada como un cometa silencioso hacía el espacio. En su interior, los extraterrestres ya se estaban comiendo a Jalil.
FIN


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