viernes, 8 de abril de 2011

Mi amigo el Zombi en el mundo de las maravillas





Hola, mi nombre es Omega, y aunque he estado aquí desde el principio, soy el fin del mundo. Como criatura inmortal recorrí cada rincón del planeta, cada minúsculo recodo. Vi las cosas más horribles y las más maravillosas. Conocí miles de personas increíbles, más de las que podría recordar. Sin embargo, en mis millones de años de vida no tuve más que un puñado de amigos.

Los conocí en uno de mis viajes. Llegué a un país extraño al pie de un cañón. Era un país asombroso donde nunca salía el sol. El lugar era gobernado por un poeta. Su primer ministro era un cuervo, y su heraldo un Conejo Blanco.

Me presenté en la corte como en los demás países. Les dije mi nombre, mi edad y mi misión. Y como las demás naciones, trataron de detenerme. Pero simplemente no se podían oponer a una fuerza de la naturaleza. Al darse cuenta de lo inevitable cayeron en pánico. El Rey Poeta quiso morir de amor. Las cortesanas caían desmayadas del espanto, y los gentil-hombres quisieron suicidarse.

Después de un largo rato logré tranquilizarlos. Les expliqué que aun faltaba mucho tiempo para la destrucción final. Sin duda todos tendrían vidas largas y morirían antes de que completara mi misión. A la sazón el Rey, sintiendo que le volvía la vida, decretó que se acabara la noche eterna en su país, y que a partir de ese momento y para siempre, el sol saldría cada nuevo día.

Desde entonces siempre hubo fiesta en el palacio. Y el Rey, que dejó la poesía para convertirse en trovador, ordenó al Conejo Blanco que me diera morada y comida, cosa que así hiso. Durante mucho tiempo viví en su madriguera, y nos hicimos grandes amigos.

En China había visto a los grandes dragones bola de fuego, en Suecia a los cuerno largo. En las islas del Mediterráneo escuché cantar a las sirenas y en el atlántico… borré un continente del mapa. Pero en ese País al Pie del Cañón, vi cosas que nunca creí ver: centauros agricultores, conejos aristócratas, ángeles serviles, demonios sin cadenas, y otras criaturas conviviendo con simples bípedos mortales: humanos.

Uno de los más memorables fue el Conde Dud. Lo recuerdo con admiración por su gran amor a las cosas 
hermosas. Especialmente a las cosas hermosas que reflejaran su imagen dorada. ¡Ah!, un gran narcisista. Quizá uno de los pocos seres humanos que pude llamar amigo. Tras largas noches de pláticas interminables, un día quiso conocer los lugares de los que le hablaba. Así que se embarcó a la vieja Europa. Nunca lo volví a ver.

Una noche poco después de haberme despedido de mi amigo el Conde, Conejo Blanco me llevó a una fiesta dentro del bosque. Había una luna inmensa en el cielo bajo la cual bailaban ninfas y hadas con sátiros y diablos. En esa suerte de jolgorio, sentado en una antigua tumba de piedra estaba un Zombi. Y creo que fue nuestra naturaleza inmortal, la que nos hiso identificarnos de inmediato.

A diferencia mía, el no había sido inmortal toda su vida. Cientos de años atrás se había enamorado de una bailarina árabe con una fuerte adicción a la necrofilia. Por eso, se dejó convertir en zombi. ¡Ah, la ironía! Una noche, después de copular, cegado por un hambre que nunca se detiene, la asesinó para comerse su cerebro. Tras eso, quedó solo, vació, con una existencia sin sentido, un cuerpo putrefacto y una única forma de dejar de existir: la pulverización de cada átomo de su cuerpo.

-Yo puedo ayudarte con eso –le dije-, pero aún falta mucho.
-Esperaré –contestó-, tengo todo el tiempo del mundo.

Entre los amigos de Conejo Blanco y el Zombi, reunidos en esa ocasión, se distinguía un aventurero llamado Didi, le robaba a los ricos y a los pobres por igual; un duendecillo de nombre Escamilla con el que hice amistad casi de inmediato, nos encantaba pasar las tardes en la madriguera del Conejo fumando tréboles de cuatro hojas.

Esa noche también trabé amistad con un demonio de las profundidades: Warika. De todos, quizá, es con el que sentí más afinidad, pues nuestras razones de existir eran similares. Hasta puedo decir que complementarias. Si la mía era traer el fin del mundo, la suya era acabar con la raza humana. Igual que yo, había llegado al país a sembrar destrucción, y se había quedado por el clima de amistad y aceptación.

El Zombi también tenía un hermano: Neria. Él era un demonio primitivo, uno de los primeros seres que anduvieron sobre el mundo antes de enfriarse. Creíamos que era inmortal, pero el día que se casó con una humana selló su destino. En la noche de bodas, en el momento en que uno de sus espermatozoides fecundó un ovulo, la vida lo abandonó para fermentarse en el vientre de su mujer.

La viuda tuvo dos hijos: un niño humano sin ninguna gracia particular, y una niña demonio. Me hubiese agradado verlos crecer, pero la muerte de su padre me había recordado mi misión en el mundo. Sé que Warika sintió lo mismo, pues los dos partimos para nunca volvernos a ver.

Siglos después, con la extinción de la humanidad, supe que Warika había muerto.

Aun así, tuve que vagar por el mundo durante millones de años más, sembrando las raíces de su destrucción. 

Fue una tarea ardua. Hice que el hielo cubriera el planeta unos cientos de veces para luego tornarlo en desierto. Hice temblar. Convoqué erupciones que opacaron los cielos, desgarré los continentes, aniquilé a todas las especies de plantas y animales, desde las más grandes hasta las microscópicas, y a pesar de la belleza de mi obra, nunca antes me pesó más la soledad.

Entonces me acordé de mi viejo amigo Zombi, el único ser, aparte de mi, que aun debía estar vivo. Lo busqué sin encontrarlo por el árido paraje que dejé en lugar del verde mundo que antes vibrara llenó de vida. 

Y así, sin darme mucha cuenta, regresé al lugar donde antes había estado el País al Pie del Cañón. Ahí lo encontré mirando el sol, sentado sobre un montón de objetos.

Me sentía tan sólo, y me daba tanta alegría verlo que decidí no destruir el mundo. Lo interrogué de inmediato sobre el destino de nuestros viejos amigos. Pero en respuesta sólo obtuve gruñidos.

Tardé siglos en conseguir un par de frases coherentes de él. Se limitó a decir que cuando llegó el fin de la humanidad, descubrió que no necesitaba a nadie que le hiciera compañía, sólo necesitaba cosas. A fin de cuentas, no era más que un muerto en vida.

Decepcionado, escribí esta carta. Al darle una segunda leída, me he decepcionado más, pues de los millones de años que tengo de existencia, las cosas que me importan han entrado fácilmente en tres cuartillas.

Si estás leyendo esto, pulvericé el mundo, y con él, al único amigo que me quedaba. Hice crecer el sol hasta que se tragó la tierra, desasiendo hasta las más minúsculas e indivisibles partes del sistema solar. Morí sin saber qué pasó con la mayoría de mis seres queridos.

Sin embargo, si puedes leer esto, no lo pierdas. Es la constancia, la única evidencia restante de que alguna vez, por un insípido suspiro del cosmos, hubo un planeta que llamamos tierra… y era nuestro hogar.

FIN

1 comentario:

  1. Amigo. No se si REir o LLORAR. es tan fuerte el sentim iento que plasmas. 28 años proximamente de haber hecho todo y no tener nada, o de haber hecho nada y aun asi seamos parte del todo.

    te quiero men...

    Warika

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