domingo, 25 de julio de 2010

Ahriman


Parecía que amanecía. Por momentos el cielo se tornaba un poco claro, un tanto azul, y resplandecía con los destellos rojos de bolas ardientes. Llevaban caminando horas, al menos esa sensación tenía Zack. La ciudad no parecía estar tan lejos desde aquel montículo. Iba sudando, tenia sed y frío. "Creo que he cogido una fiebre", se decía.

El diablo llevaba un buen rato sin decir palabra. Se preguntaba porque tenía que ayudar a los ángeles, cuando los mismos ángeles eran el yugo de su gente.

Hace milenos, mientras el hombre aun disfrutaba de las dulces manzanas del paraíso, la raza de los demonios vivía tranquilamente en el infierno. Eran una sociedad poco sofisticada, cientos de pueblos nómadas iban de un lugar a otro desde las estériles estepas hasta los nauseabundos pantanos, buscando ponzoñosas criaturas rastreras para alimentarse con ellas.

No faltaban las escaramuzas entre las tribus, pero vivían en una relativa armonía, unidas todas bajo el mando de la Horda del Fuego, la principal, la mas antigua, la mas grande, e importante de todas las que deambulaban en ese lado de la creación.

Su líder era el primer padre. La historia dice que mezcló barro con su propio semen para moldear seis figuras de arcilla. Luego tomó algunas de las bolas de fuego que flotan en el helado cielo infernal dándoles vida con ellas. Así nacieron los segundos padres. Aquellos que dieron vida a todos los pueblos demoníacos.

Él era un líder justo, pero terrible y cruel. Su fama llegó hasta los oídos de las primeras civilizaciones humanas. Se le dio varios nombres, pero sólo los persas conocieron el verdadero, uno tan terrible que jamás se atrevieron a pronunciarlo. Para referirse a él lo escribían al revés en pergaminos. Lo llamaban Namira, el principio de todo mal. Su nombre era Ahriman.

Se dice que cuando los ángeles llegaron errantes a estas tierras, invitó al líder a su tienda. Le dio su comida, y le dio su bebida. Preparó un gran festín para agradar a los recién llegados. Pero lejos de la pomposidad del cielo, despreciaron la hospitalidad nativa. En vez de convivir en paz con la gente del desierto comenzaron a casarla, matarla y esclavizarla para construir armas... Así comenzó la gran guerra en el infierno.

Al final los ángeles obtuvieron el triunfo, pero se dice que antes de desaparecer, Ahriman levantó los dedos, y brotaron fortalezas de la tierra estéril como las flores lo hacen en los campos. Ciudades amuralladas, como esa a la que finalmente habían llegado. Una ciudad completa tallada en una montaña rodeada por círculos defensivos de piedra, cuyas gigantescas puertas metálicas eran abiertas a las caravanas por demonios sin ojos, de una piel gris llena de llagas provocadas por los látigos de sus custodios, que no eran demonio o diablo alguno. Su piel era mas pálida, su figura mas graciosa y su crueldad más hermosa.

-¡Abre la puerta maldita bestia!-, gritaban atizando a las criaturas que gritaban de dolor y se movían.

Sus lamentos sonaban agudos como si fuera el aullido de un lobo, mezclado con cerdo. Se combinaban con el metálico rechinar de las cadenas. Era una orquesta de sufrimiento que se oía a kilómetros.
Los gigantes eran como de ocho metros y poseían la fuerza para levantar esas inmensas puertas de siete metros de grueso y 50 de alto. “Sin duda pesaran miles de toneladas”, calculó Zack que era malo calculando cosas.

-¿Qué son esas criaturas?-, preguntó al Conejo.
-Son ogros del sur.

Zack bajó la mirada y sacudió la cabeza.

-Te digo viejo, éste es el sueño mas loco que he tenido.
-No es un sueño-, respondió Conejo, -y si lo es, deberías despertar ahora.
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