miércoles, 21 de julio de 2010

Conejo Blanco


-Casi no se ven como tú por aquí-, le dijo el diablo.

-¿Cómo yo?, ¿a que te refieres con eso?

-Pues a eso que tu eres-, continuó el diablo mirándolo fijamente a la cara. –Uno de en medio.

-¿Uno de en medio?, ¿un qué?-, continuó interrogando al diablo.

-Un ángel.

Serafines, tronos, dominaciones… patrañas burocráticas angelicales. En realidad sólo hay tres tipos de ángeles: los de arriba, los de abajo y los de en medio.

-¡¿Qué?!, ¿yo? ¿un ángel? ¡Tranquilo amigo! Sólo soy un hombre-, exclamó.

-Ya pondremos a prueba tu hombría-, contestó el diablo y comenzó a caminar. – Sólo hay dos criaturas que pueden entrar al infierno con vida: los ángeles y los demonios.

-Yo no soy un ángel… Lo juro-, dijo Zack. –Sólo soy un tipo desempleado que vive con su gata.

-Desterrados, exiliados, desertores… ángeles que se encarnan en humanos para pasar desapercibidos en el Edén.

-No sé de que me hablas-, dijo Zack abrasándose. Titubeó un poco y continuó:- ¿tú eres el Diablo?

-No soy ése diablo. Sólo soy un diablo.

-¿Y como sabes que no soy un diablo como tú?-, dijo queriendo hacer tonto al diablo.

-Nosotros no desertamos-, contestó con tono despectivo, y se dirigieron a la ciudad.

“No recuerdo haberme drogado, ¿por qué estoy soñando esto?”, se preguntó Zack así mismo. Estaba acostado con su gata en casa cuando se les apareció un ser de fuego y oscuridad. Le dijo que lo mandaría al infierno, que al llegar esperara por un conejo y que buscara a alguien. No le dio nombre: “has de reconocerlo en cuanto lo veas”, sentenció la criatura y lo transportó a un montículo de piedra desde donde se veía un panorama desolado. Una planicie roja y seca. A lo lejos había una bulliciosa ciudad tallada en una montaña. “!Chale!, algo tengo que hacer en lo que se termina éste sueño”, se dijo y espero. El cielo era negro… En vez de estrellas se admiraban bolas de fuego, y hacia frío.

“!Hey ahí arriba!”, le gritaron tras un largo rato de espera. “¿Eres tú verdad?, baja de una vez”, siguió la voz sin que pudiera ver al dueño. “¡Claro!, yo soy yo…”, respondió él. “Creo”.

Bajó con mucho esfuerzo. Tenía los músculos congelados. “Debí cerrar las ventanas antes de dormirme”, se dijo resbalando por la roca. Dio un paso en falso y rodó. Terminó maltrecho, con la mirada en el piso quejándose de dolor: “supongo que acabo de caerme de la cama”.

Una mano se extendió en su ayuda. La tomó, y al levantar la mirada vio a un hombre. O al menos eso parecía. Era de tórax ancho, medía cerca de dos metros, tenía el cabello castaño claro, ojos azules, una sonrisa diabólica, y dos cuernos brotaban de su frente.

“Hola”, le dijo el diablo, “yo soy el Conejo Blanco”, y seré tu guía en ésta aventura.

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