sábado, 2 de abril de 2011

El hijo de la luna


Janet y Julián eran una pareja de mediana edad. Se habían conocido por un extravió: el de Julián, que debía entregar un paquete en un molino. Perdido, tocó la puerta de una maestra artesana. Ahí lo recibió Janet. En el justo momento en que sus miradas chocaron entre sí, las vidas de ambos se acabaron. Como si tan sólo fueran dos pequeñas flamas en una vela, se extinguieron en el primer suspiro. Al segundo, reiniciaron una nueva vida intensa como las llamas de un incendió, y nunca más se separaron.
Para el momento en que comienza nuestra historia, ya eran una pareja de mediana edad. Vivian en un pequeño pueblo cerca de la capital. Él era mozo de un hacendado. Janet remendaba ropa. Tenían una pequeña casa de madera con techo de paja. Apenas lo suficientemente amplia para ellos dos. Aun así, habían pasado los mejores años de su juventud intentando llenarla con hijos, y aunque no se rendían, su esperanza se marchitaba a la par de su juventud.
Como es usual en estos casos, la más afectada era ella que miraba la humedad en su piel evaporarse. Sentía como las semillas en el fondo de su cuerpo se agotaban, y percibía a su cuerpo juvenil desvanecerse con el tiempo.
Una tarde, casi noche, salieron a caminar como era su costumbre. Solían subir por un sendero que serpenteaba cuesta arriba hacia el este. De ese modo la luna que despertaba de su sueño, bañaba con su luz a la pareja, que esperaban impregnarse con un poco de la fecundidad del nocturno astro.
En esa ocasión, al llegar a lo alto de de la colina, Julián tomó al vientre de su esposa y le dijo: Sabes… hoy me siento optimista. Janet sonrió posando su mano en la cabeza de su marido. Se sentaron bajo un árbol, y contemplaron el despertar de la luna mientras los grillos tocaban una dulce serenata.
En realidad la serenata era para las estrellas, pero pensando la luna que tocaban para ella, se hinchó orgullosa y brilló como nunca antes. Se sentía tan alagada y llena de emoción, que cuando vio a la pareja sentada creyó que ellos eran los músicos que le cantaban. Imaginó que la hermosa melodía provenía de las amorosas miradas que Janet y Julián se profesaban y decidió concederles su más profundo deseo.
Entonces, de un golpe, los grillos pararon de tocar, callados por un poder mayor al suyo. Los esposos se miraron extrañados. Algo estaba pasando, y al momento, allá por el arrollo ¡un llanto comenzó a escucharse! Pero… ¿era un llanto? También podría ser el quejido de un pequeño animal, y aunque Janet se había levantado alterada, Julián no había escuchado nada.
-Por aquí… ¡por aquí! –exclamó la mujer echando a correr empujada por un voraz instinto maternal. Bajó trastabillando por la ladera hasta unos humedales a la orilla del río. Su marido, que iba tras ella gritándole: ¡espera, no hay nada! –tropezó y rodando fue a caer de panza en el lodo. Y cuando sacó la cara de la tierra mojada, sus dudas se disiparon. Frente a él había una pequeña canasta… que lloraba.
Sin sacudirse siquiera, levantó la cesta. El pequeño estaba totalmente envuelto en una cobija, pero su llanto se oía fuerte y claro, ¡era un bebe! ¡Un bebe! ¡La luna les había dejado un bebe en el arroyo!
-¡Lo encontré Janet!, ¡lo encontré! –gritó entusiasmado, imaginándose al pequeño de ojos claros y cabello almendrado que cargaría en sus brazos y guiaría hasta convertirlo en hombre.
Sin atreverse a desenvolverlo, entregó la canasta a su mujer. El llanto se detuvo al instante, y ambos se miraron con emoción. Ella, con toda la suavidad de una madre, desenvolvió al pequeño.
Primero, vieron unos ojos. ¡Eran verdes! Julián pataleaba de alegría. Luego aparecieron unas orejas peludas y puntiagudas. Julián dejó de patalear. Después apareció una pequeña boquita con unos largos bigotes, luego unas patitas blancas de garritas afiladas y por ultimo una cola.
¡Era un gatito!, ¡un pequeño gatito negro de patas blancas estaba en la canasta!
-Pero… el bebe. –se dijo Julián atolondrado-. Escuché a un bebe llorando ahí dentro –agregó reanudando su búsqueda con énfasis. Se adentró en el arroyo, se espinó en los arbustos, trepó un par de árboles, movió una gran roca, dio vueltas por los matorrales, pero nada. El llanto del pequeño se había esfumado. En su lugar quedaba el intermitente miau miau miau que el minino profería mientras Janet lo manipulaba husmeando entre sus piernas.
-¡Es niño! –Gritó ella-. ¡Nuestro bebe es un niño! –continuó. Julián la volteó a ver desconcertado. “¿Un niño?”, pensó en ese instante: “¡un gato!”. Entonces la luna brilló sobre Janet. En su pecho apretaba al pequeño bulto que lloraba y tenía hambre.
Bajo la luz, Julián, vio los arroyitos de lágrimas que se derramaban en silencio por el rostro de su esposa. Nunca supo si eran lágrimas de tristeza o de alegría, pero abrazaba al pequeño cachorro con la vida en un brazo y el corazón en el otro. Entonces se dirigió hacia ellos. Acarició al gatito en la cabeza, besó la frente de su mujer y abrazándolos dijo: si… nuestro bebe es un niño.

FIN

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