martes, 13 de septiembre de 2011

Un sueño borroso


Le doy el último jalón a mi cigarro. Inhalo hasta el filtro antes de tirarlo con un chasquido de los dedos. La brasa cae girando al pavimento. Un vehículo colectivo tipo combi se estaciona frente a mí. Una llanta de caucho extingue la última chispa de mi juventud.

Se abre la puerta con un rugido metálico. Las personas bajan y sienten el calor de golpe. Meto las manos en la gabardina. El putazo del aire acondicionado más el olor de alguien ahí dentro me trae de golpe el recuerdo de estarme subiendo a un urbano en Xalapa. De inmediato me viene su imagen y su olor… bueno más bien el de su ropa guardada en roperos de roble. Y finalmente, en vez de desencajarme del mundo con la esperanza de topármela de frente, después de tantos años, sonrío con un muy buen recuerdo.

Hace 10 años era distinto. Esta gabardina la vengo cargando desde entonces. Hacía frío y estaba enamorado de una niña que conocí en Xalapa. Yo no tenía nada que hacer ahí esa tarde, ese día, o en ese lugar, sólo recorrí medio país para tomarme unas cervezas con un amigo. Nada complicado supongo, sólo nos gusta la cerveza.

No sé qué es lo que ella estaba haciendo ahí, en ese momento. Sólo recuerdo que me miró primero. Sentí sus ojos recorrerme desde los pies hasta la cara. Y fue cuando sus ojos se toparon con los míos que me desencajó del mundo.

Desencajado, así me sentí. Ya sabes, esa sensación de no pertenecer, ni allá de donde vienes, ni aquí en donde quieres estar.

Subí al bus sudando, estremecido, con el corazón palpitando a mil kilómetros por segundo, que si se me hubiese salido del pecho igual ni iba a ningún sitio, porque sabía que su lugar estaba ahí, junto a ella, en el asiento que discretamente había reservado para mí.

Se llamaba Elizabeth, y ya, ahí se detuvo mi vida. En ese momento que se extiende por el tiempo, hacía atrás y hacía adelante, hasta la eternidad. Fue maravilloso.

Me empeñé en buscar y pronto conseguí un discreto trabajo en una cafetería; meses después dejé la casa de mi amigo para mudarme con ella y hacer el amor el resto de nuestra existencia. La vida resplandecía adornada por nuestros momentos juntos, pequeños diamantes que consiguieron su mayor brillo cuando me dejó.

Es normal que en Xalapa halla mucha gente de fuera, jóvenes que llegan a estudiar y se quedan a hacer sus vidas, por eso tomé con normalidad que anunciara su partida. Iba a su tierra a tramitar algunos papeles de algo que no me explicó, y que no me atreví a preguntar. Me apuntó un teléfono para localizarla y la vi subirse a un autobús. Hacía frío esa mañana. Al despedirnos, se quitó su gabardina y me cubrió con ella.

La esperé varios meses, hasta que su ropa empezó a adquirir ese olor a ropa guardada. Está de más decir que desde la primera noche y muchas veces más marqué al número que me había dejado. La respuesta fue invariable sin importar la hora del día o el lugar de donde llamara. El número había sido cancelado.

Al principio caí en negación, después en desamor, y pasé de emborracharme los fines con mi amigo a emborracharme donde fuera. Me sentía desencajado. Sin pertenecer a los brazos de donde venía, ni a la soledad que abrazaba, así que, una noche muchos meses después, capitulé. Empaqué sus cosas y se las di a mi amigo para que las guardara. Ya sabes, sólo por si acaso. Por si aparecía preguntando por ellas… o por mi. Una pequeña trampa dejada en el tiempo, para volver a saber de ella.

Regresé a casa. La vida continuó como si nunca me hubiese ido. Volví a parrandear con los vecinos, ir al billar con los primos, y a salir con las mismas chicas de siempre, tú entiendes. Seguí con mi vida donde la había dejado.

Un verano, caminando por el parque Central, la vi de reojo como un sueño borroso debajo de un árbol, entre la torre de la iglesia y el quiosco. Un súbito estremecimiento me pateó los huevos.

Desde que la vi hasta que caminé hacia ella, no pasaron más de 20 segundos. Preguntas como ¿qué está haciendo aquí? ¿Se acordará de mí? ¿Tendrá familia? ¿Me amará como yo a ella?, no pasaron por mi mente. Creo que estaba bloqueado. Todo se resumía a esa sensación de estar desencajado, de no pertenecer al momento y el lugar en donde estaba, como si los tres años que habían pasado no fueran más que tres meses, tres días, tres minutos.

Me acerqué tembloroso. Cada vez más nervioso a cada paso hasta distinguirla claramente. Mi sudor se puso helado. Fue como si me golpearan con una charola de hielo. No había nadie, sólo un arbusto siluetado por la sombra y mi astigmatismo.

FIN

Dedicado al amor que hace a un hombre  recorrer el mundo para nada

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