Le doy el último jalón a mi cigarro. Inhalo hasta el filtro
antes de tirarlo con un chasquido de los dedos. La brasa cae girando al
pavimento. Un vehículo colectivo tipo combi se estaciona frente a mí. Una
llanta de caucho extingue la última chispa de mi juventud.
Se abre la puerta con un rugido metálico. Las personas bajan
y sienten el calor de golpe. Meto las manos en la gabardina. El putazo del aire
acondicionado más el olor de alguien ahí dentro me trae de golpe el recuerdo de
estarme subiendo a un urbano en Xalapa. De inmediato me viene su imagen y su
olor… bueno más bien el de su ropa guardada en roperos de roble. Y finalmente, en
vez de desencajarme del mundo con la esperanza de topármela de frente, después
de tantos años, sonrío con un muy buen recuerdo.
Hace 10 años era distinto. Esta gabardina la vengo cargando
desde entonces. Hacía frío y estaba enamorado de una niña que conocí en Xalapa.
Yo no tenía nada que hacer ahí esa tarde, ese día, o en ese lugar, sólo recorrí
medio país para tomarme unas cervezas con un amigo. Nada complicado supongo,
sólo nos gusta la cerveza.
No sé qué es lo que ella estaba haciendo ahí, en ese
momento. Sólo recuerdo que me miró primero. Sentí sus ojos recorrerme desde los
pies hasta la cara. Y fue cuando sus ojos se toparon con los míos que me
desencajó del mundo.
Desencajado, así me sentí. Ya sabes, esa sensación de no
pertenecer, ni allá de donde vienes, ni aquí en donde quieres estar.
Subí al bus sudando, estremecido, con el corazón palpitando
a mil kilómetros por segundo, que si se me hubiese salido del pecho igual ni
iba a ningún sitio, porque sabía que su lugar estaba ahí, junto a ella, en el
asiento que discretamente había reservado para mí.
Se llamaba Elizabeth, y ya, ahí se detuvo mi vida. En ese
momento que se extiende por el tiempo, hacía atrás y hacía adelante, hasta la
eternidad. Fue maravilloso.
Me empeñé en buscar y pronto conseguí un discreto trabajo en
una cafetería; meses después dejé la casa de mi amigo para mudarme con ella y
hacer el amor el resto de nuestra existencia. La vida resplandecía adornada por
nuestros momentos juntos, pequeños diamantes que consiguieron su mayor brillo
cuando me dejó.
Es normal que en Xalapa halla mucha gente de fuera, jóvenes
que llegan a estudiar y se quedan a hacer sus vidas, por eso tomé con
normalidad que anunciara su partida. Iba a su tierra a tramitar algunos papeles
de algo que no me explicó, y que no me atreví a preguntar. Me apuntó un
teléfono para localizarla y la vi subirse a un autobús. Hacía frío esa mañana.
Al despedirnos, se quitó su gabardina y me cubrió con ella.
La esperé varios meses, hasta que su ropa empezó a adquirir
ese olor a ropa guardada. Está de más decir que desde la primera noche y muchas
veces más marqué al número que me había dejado. La respuesta fue invariable sin
importar la hora del día o el lugar de donde llamara. El número había sido
cancelado.
Al principio caí en negación, después en desamor, y pasé de
emborracharme los fines con mi amigo a emborracharme donde fuera. Me sentía
desencajado. Sin pertenecer a los brazos de donde venía, ni a la soledad que
abrazaba, así que, una noche muchos meses después, capitulé. Empaqué sus cosas y
se las di a mi amigo para que las guardara. Ya sabes, sólo por si acaso. Por si
aparecía preguntando por ellas… o por mi. Una pequeña trampa dejada en el
tiempo, para volver a saber de ella.
Regresé a casa. La vida continuó como si nunca me hubiese
ido. Volví a parrandear con los vecinos, ir al billar con los primos, y a salir
con las mismas chicas de siempre, tú entiendes. Seguí con mi vida donde la
había dejado.
Un verano, caminando por el parque Central, la vi de reojo
como un sueño borroso debajo de un árbol, entre la torre de la iglesia y el
quiosco. Un súbito estremecimiento me pateó los huevos.
Desde que la vi hasta que caminé hacia ella, no pasaron más
de 20 segundos. Preguntas como ¿qué está haciendo aquí? ¿Se acordará de mí?
¿Tendrá familia? ¿Me amará como yo a ella?, no pasaron por mi mente. Creo que
estaba bloqueado. Todo se resumía a esa sensación de estar desencajado, de no
pertenecer al momento y el lugar en donde estaba, como si los tres años que
habían pasado no fueran más que tres meses, tres días, tres minutos.
Me acerqué tembloroso. Cada vez más nervioso a cada paso hasta distinguirla claramente. Mi sudor se puso helado. Fue como si me
golpearan con una charola de hielo. No había nadie, sólo un arbusto siluetado
por la sombra y mi astigmatismo.
FIN
Dedicado al amor que hace a un hombre recorrer el mundo para nada
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