lunes, 12 de septiembre de 2011

¿Donde Estás?


Le doy el último jalón a mi cigarro. Inhalo hasta el filtro antes de tirarlo con un chasquido de los dedos. La brasa cae girando al pavimento. Un vehículo colectivo tipo combi se estaciona frente a mí. Una llanta de caucho extingue la última chispa de mi juventud.

Se abre la puerta con un rugido metálico. Las personas bajan y sienten el calor de golpe. Meto las manos en la gabardina. Espero mi turno para subir.

Hace 10 años era distinto. Esta gabardina la vengo cargando desde entonces. Hacía frío y estaba enamorado de una niña que conocí en Xalapa. Yo no tenía nada que hacer ahí esa tarde, ese día, o en ese lugar, sólo recorrí medio país para tomarme unas cervezas con un amigo. Nada complicado supongo, sólo nos gusta la cerveza.

No sé que es lo que ella estaba haciendo ahí, en ese momento. Sólo recuerdo que me miró primero. Sentí sus ojos recorrerme desde los pies hasta la cara. Y fue cuando sus ojos se toparon con los míos que me desencajó del mundo.

Desencajado, así me sentí. Ya sabes, esa sensación de no pertenecer, ni allá de donde vienes, ni aquí en donde quieres estar.

Subí al bus sudando, estremecido, con el corazón palpitando a mil kilómetros por segundo, que si se me hubiese salido del pecho igual ni iba a ningún sitio, porque sabía que su lugar estaba ahí, junto a ella, en el asiento que discretamente había reservado para mí.

Se llamaba Elizabeth, y ya, ahí se detuvo mi vida. En ese momento que se extiende por el tiempo, hacía atrás y hacía adelante, hasta la eternidad. Fue maravilloso.

Conseguí un discreto trabajo en una cafetería, y meses después dejé la casa de mi amigo para mudarme con ella y hacer el amor el resto de nuestras vidas. La vida era brillante, adornada por nuestros momentos juntos, pequeños diamantes que consiguieron su mayor brillo cuando me dejó.

Es normal que en Xalapa halla mucha gente de fuera, jóvenes que llegan a estudiar y se quedan a hacer sus vidas, por eso tomé con normalidad que anunciará su partida. Iba a su tierra a tramitar algunos papeles de algo que no me explicó, y que no me atreví a preguntar. Me dejó un teléfono para localizarla y la vi subirse a un autobús. Hacía frío esa mañana. Al despedirnos, se quitó su gabardina y me cubrió con ella.

La esperé varios meses, hasta que su ropa empezó a adquirir ese olor a ropa guardada. Está de más decir que desde la primera noche y muchas veces más marqué al número que me había dejado. La respuesta era invariable sin importar la hora del día o el lugar de donde llamara. El número había sido cancelado.

Admito que caí en negación. Pasé de emborracharme los fines con mi amigo a emborracharme donde fuera. Me sentía desencajado. Sin pertenecer a los brazos de donde venía, ni a la soledad que anidaba, así que, una noche muchos meses después, capitulé. Empaqué sus cosas y se las di a mi amigo para que las guardara. Ya sabes, sólo por si acaso. Por si aparecía preguntando por mí… o por sus cosas. Una pequeña trampa dejada en el tiempo, para volver a saber de ella.

Volví a casa. La vida ahí continuó como si nunca me hubiese ido, sin embargo, de pronto, sin importar que estuviera a cientos de kilómetros de Xalapa, veía una silueta o una sombra que de inmediato me arrancaban del mundo, como si fuera ella en persona y no una mala pasada de subconsciente. El hecho de no saber de donde era me hacía pensar que podríamos estar en la misma ciudad, y que llegaríamos a encontrarnos. No había nada peor que eso, eran como puñaladas que me daba la vida. Y esa mierda fue por años... por años.

Bueno… en la mañana iba para el hospital a ver mi abuelo. Ya sabes que tiene cáncer…. Me subí al bus y el putazo del aire acondicionado más el olor de alguien ahí dentro me trajo de golpe el recuerdo de estarme subiendo a un urbano en Xalapa. De inmediato me vino la imagen de Elizabeth, y su olor… bueno más bien el de su ropa guardada en roperos de roble. Y finalmente, luego de caminar tanto tiempo con la esperanza de topármela de frente,  después de tantos años, en lugar de desencajarme del mundo, su recuerdo, me da un motivo para sonreír. 

Por Omega.

NOTA DEL AUTOR (omega):
Inspirado en las aventuras de Conejo Blanco, y dedicado al mismo con todo mi aprecio.

1 comentario:

  1. Una buena regresión, sin perder el sentido de lo que se habla...Me gustó

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