El agua escaseaba, el suministro de alimento era un problema desde hacia varias semanas. Los hombres fatigados se desprendían de las pocas posesiones materiales que llevaban consigo; las dejaban caer como los árboles otoñales lo hacen con las hojas. Lo único que no se resbalaba de sus manos eran las armas.
Avanzábamos a marcha forzada. Montados a caballo algunos, llevados en camiones la mayoría… un puñado nos seguía a pie. No éramos tantos como queríamos, pero estábamos decididos a dar la vida para preservar al hombre.
Poco importaba que ante toda lógica estuviésemos atentando contra el orden del universo. Incontables eventos sangrientos, encadenados por la desgracia humana nos arrastraron inevitablemente hasta este momento y lugar. Luchábamos por el derecho de existir por nosotros mismos.
Las estrellas indiferentes y titilantes comenzaban a aparecer en el oscuro manto nocturno, invitándonos a desistir de nuestra fe, a deponer las armas y dejarnos caer en el dulce abrazo de Morfeo. Más no nos vencimos.
Marchamos toda la noche.
Finalmente, con el primer rayo de sol del nuevo día, cansados y hambrientos, alcanzamos a percibir a lo lejos señales de un campamento dispuesto en descampado. Como un lunar sobre una espalda blanca: solo y sin resguardo.
Entonces escuchamos lejano un ruido de motor que se acercaba. Era el explorador que había enviado el día anterior.
¡Son ellos! –me dijo bajándose de la motocicleta– les hemos dado alcance.
¡Redoblen la marcha! –ordenó Jafet Ibn-Abdul.
Ha forzado demasiado a los hombres, deles un respiro –le sugerí al Capitán sin ablandarlo-. ¿Qué? –Contestó él– ¿no tiene prisa por morir? –me dijo y montó su corcel.
Pocas horas después, nos unimos a un extenso ejercito andante, miles de hombres, bestias y maquinas se confundían en un sólo brazo que fluía a la batalla.
Jafet y yo cabalgamos velozmente a la cabeza del ejército donde montado en un jeep estaba Nikolayev Tercero. Quien al vernos ordenó a su chofer detenerse y brincó del vehiculo para recibirnos con los brazos extendidos.
¡Camaradas! –nos dijo Nikolayev.
¡Hermano! –le dijo Jafet.
¡Amigo! –dije yo.
¿Crees que vengan? –preguntó el persa.
Ya están aquí –le respondió el ruso pasándonos sus catalejos.
El capitán persa miró –son ellos– exclamó aliviado pero sin abandonar ese rictus de seriedad que lo caracterizaba.
Tomé los prismáticos y no vi nada. En una segunda pasada por el paisaje árido y estéril alcancé a percibir un brillo. ¡Ahí están! –el brillo de plata de la noble casa del Señor Elven.
¡Están aquí! –grité a los soldados.
¡Están aquí! ¡Han venido! –se escuchó gritar entre ellos llenos de jubilo y alegría. Como si su presencia garantizara la victoria y ello mismo la posibilidad de conservar la vida.
Hubo un tiempo, en el pasado inmemorable –dijo el Señor Elven estrechando el brazo a Nikolayev– en el que hombres y elfos fueron amigos. Estamos aquí para honrar ese pasado.
El ejército elfico con su marcha silenciosa sobre la arena y sus distinguidos uniformes azules unieron las afiladas y aguzadas puntas de sus lanzas y espadas al fuego veloz y voraz de las armas de los hombres. Y jamás antes de aquel día se vio a elfos y hombres confundirse en un solo cuerpo como hermanos.
El ejército cada vez mas nutrido, numeroso y seguro de su fuerza siguió la marcha. Nos encontraremos con ellos a medio día –dijo el ruso, despidió a su chofer y subimos al automóvil donde nos brincó una ardilla con actitud amenazante.
¡¿Qué diantre?! –exclamó Jafet.
El es Urchin –nos explicó Nikolayev– apareció en mi tienda de acampar cuando cruzamos Ucrania. Le he nombrado Teniente Coronel.
¿Teniente Coronel? –pensé en voz alta.
Aja, si algo me pasa, él se hará cargo –dijo y prorrumpió en carcajadas.
Supongo que nunca antes se había visto a dos hombres, un elfo, un ángel expulsado del cielo y a una ardilla avanzar juntos en un viejo jeep soviético hacia la muerte –comenté.
En estos tiempo se han visto muchas cosas –me respondió de inmediato el ruso –mis exploradores encontraron osos panda muertos a 300 kilómetros de aquí. Y no te estoy hablando de dos o tres, que ya seria bastante raro, sino de toda una manda.
Efectivamente, cosas similares nos habían sucedido a nosotros, de repente, en los campamentos aparecían perros, lobos o coyotes husmeando nuestra basura o tratando de robarse algo de comida. Un cabo me contó que vació su pesada mochila pensando que se le había podrido la comida y dentro de ella halló un gato muerto ¿Cómo había llegado ahí? Los animales parecían unirse a los destacamentos humanos y seguirlos por todo el camino que les fuera posible hasta que fallecían por las inclemencias del clima o falta de alimento. Rumores de haber encontrado animales tan exóticos como elefantes, jirafas, tigres o simios, pululaban entre las tropas. Como si se unieran a nuestra marcha fúnebre para combatir al enemigo. No era raro despertar a media noche y encontrarse acompañado en la bolsa de dormir por una víbora o reptil.
Al medio día la marcha se detuvo. Los elfos formaron una larga línea defensiva en el frente para procurar alivio a los hombres fatigados. El descanso les sirvió para permitirse los que podrían ser sus últimos alimentos. A pesar de haber marchado a pie muchos, nadie dormía; todos esperábamos al segundo brazo que habría de unirse a nuestro río de metal.
No tardaron en llegar sus lacerados exploradores.
Pronto apareció un borrón de colores que daba la sensación de tener cuerpo y forma, de moverse, de acercarse y diluirse en la lejanía del desierto, como un espejismo. Y ahí estaba frente a nosotros, con todo su poderío, el gran ejército de oriente con sus bestias de metal montadas por sus hombres diminutos pero afamados en el arte de matar marchando junto a uno más pequeño y digno, la ruda Armada de Agartha.
Y en la punta de ambos ejércitos, montando jamelgos y corceles, los señores de Asia, Etiopia y Yemen, Siria, Mesopotámia, Arabia, Egipto y Palestina seguían a la guerra a un joven de 17 años que montaba un ínclito camello blanco. Ese joven, era Jerusalém: heredero del reino del Edén, de Sion, de Agartha y del mundo. El ultimo de una estirpe que llegaría a Adán por la primogenitura de Caín.
No me fío mucho en esas patrañas religiosas –refunfuñó el capitán Jafet Ibn-Abdul- para mí es un gran mentiroso. No importa si lo es –le respondí– lo importante es que le creen y lo siguen al combate.
Ese niño había sido capaz de convocar a la lucha tanto a los incas de Perú, como a los Zulú del África. Y a casi todos los pueblos del globo.
Abominables bestias de metal, hermosos elfos altivos y valerosos hombres, marchamos pues, a encarar al enemigo.
El día comenzaba a convertirse en tarde y el cielo cuneado a nublarse cuando lejanamente escuchamos un fiero rugido de tambor –son ellos– escuché murmurar. Jafet Ibn-Abdul tomó sus vinoculares y tras una rápida mirada me los pasó– aun no son ellos –dijo.
Miré por los catalejos y vi unas altas dunas a unos kilómetros hacia el sureste sobre las cuales aparecía un jinete enarbolando una bandera amarilla que en el centro tenia tres triángulos verdes entrelazados que formaban una estrella de nueve picos seguido del ejército de aquellos que venían de la India y el Turkestan, no era muy numeroso, pero tampoco era el único. Por el oeste apareció un segundo jinete con la bandera de aquellos que vienen de Arabia y Turquía: una bandera roja con una media luna blanca recostada. Eran más numerosos y estaban mejor armados que los primeros.
Por el noroeste aparecieron dos ejércitos mas, el primero marchaba bajo un bandera blanca con una estrella azul de cinco picos entrelazada, ellos venían de Israel y Norteamérica. Junto a ellos marchaban los que venían de Europa y América: la armada de las cinco banderas, el más numeroso y fuerte de ellos. Cada una de sus banderas tenia una cruz, y cada cruz tenía un ligero detalle que la hacia diferente a la otra. Marchaban como si fuesen cinco hermanos en discordia y sin dudarlo se hubiesen matado entre ellos si no hubiéramos estado nosotros.
Nosotros no cargábamos banderas, en su lugar empuñábamos fusiles.
Aun no son ellos –respondí al persa.
Jerusalém levantó el brazo y todos los hombres tras él nos detuvimos como un único músculo, rígido y tenso, listo para liberar su furia sobre el enemigo.
Por unos minutos en que la tensión se podía palpar en el aire que giraba creando pequeños remolinos de arena; en el que el rechinar de dientes era lo único que rompía el silencio, no pasó nada.
Entonces escuchamos el feroz aullido de una trompeta– finalmente han llegado –dijo Jafet y el piso a nuestros pies comenzó a temblar bajo el casco de sus corceles. El horizonte pareció iluminarse por el norte y apareció una larga y gruesa hilera de jinetes, seguido de otra más de arqueros acompañados por un grueso ariete de infantería, todos ellos, vestían armaduras romanas ataviadas con togas naranjas y cascos de cuero.
Les encantan los clásicos –comenté apenado mientras sonaba la segunda trompeta.
A un costado de ellos, por el horizonte iluminado, ataviados con purpúreos mantos aparecieron las tropas del segundo ejército con sus morenos pechos desnudos, empuñando espadas cortas y lanzas– ¿esto es algún tipo de broma? –Preguntó Nikolayev-. No lo es –le respondí– cuídate de su puntería.
La tercera trompeta llegó de improvisto, incluso antes de extinguirse la anterior y con ella, al costado derecho de las fuerzas de la India y el Turkestan, se formó el tercer ejército, con sus pesadas armaduras de plata y yelmos, ataviados con largas capas rojas y montando caballos blancos y negros.
Pronto se dejaron oír la cuarta, la quinta y sexta trompeta, y con ellas el rugir de cien mil espadas dispuestas a la batalla en anchas columnas como arietes.
Levantando a su andar una gruesa nube de arena, que pareciese elevarse al cielo del desierto, marchaban arrogantes y soberbios, luciendo sus bellas armaduras áureas y platinas adornadas con capas amarillas, verdes y azules, jinetes montados en ungulados: antílopes, siervos, jamelgos, caballos y elefantes. Frente a ellos, hacían marchar al Cordero.
La última trompeta se demoró en llegar pero cuando lo hizo sonó con el estrépito de miles de voces ahogadas en el fuego eterno. Y a través de las flamas, aleteando como aves, gigantes bestias cuyos feroces rugidos penetraban helando la sangre, oscurecieron el cielo como las mangostas lo hiciesen en Egipto. Jinetes que se cubrían el rostro con capuchones negros bajo coronas de espinas montaban las fieras que no tenían ojos. Su acido aliento escapaba de su hocico armado con tres hileras de afilados dientes en forma de verdes nubes de muerte.
Se escuchó un ¡ay! entre los hombres. Aquellas criaturas crueles y terribles repartían terror en su camino; ni los más valerosos entre nosotros, ni los fieros hombres de oriente, ni los elfos, dejaron de temblar ante el séptimo ejército. Aun así, ninguno intento huir. No hay donde esconderse en descampado.
Finalmente estaban reunidos los Siete Grandes y su esbirros terrenales con el único fin de exterminarnos, y nosotros, en un grito callado o apenas audible, sólo podíamos preguntar ¿dónde esta Dios? Y como respuesta una cuadrilla de aviones F- 5, de los nuestros, cruzó el cielo azuzando a los dragones.
Una de las bestias descendió y fue desmontada por su jinete.
Nos doblan en numero –señaló Nikolayev mirando por los prismáticos– y son dos veces mas mortales que nosotros –agregó.
A la cabeza y al corazón –dije yo– y se mueren como cualquiera.
Los capitanes enemigos se reunieron y tras deliberar unos instantes, el jinete volvió a montar su fiera alada y remontó al cielo mientras los otros volvían cabalgando al frente de sus fuerzas a la vez que un puñado de corceles se desprendió del grueso enemigo y se precipito al centro del campo donde pronto nos daríamos muerte.
¡Estén a mi lado! –exclamó Jerusalém cabalgando a su encuentro. Jafet, Nikolayev, Elven y yo le acompañamos.
La cuadrilla enemiga formada en una breve línea inalterable, se quebró con nuestra llegada y nos rodearon. Pero no cargaban armas.
Su Capitán era un caballero que lucia una toga naranja sobre el peto de plata. Se despojó del yelmo que le cubría la faz. Sus ojos azules brillaron como estrellas de la noche. Bajó de su fornido caballo negro, posó sus finas alpargatas de cuero en la arena caliza y sonriendo se acercó a Jerusalém.
Nosotros nos bajamos del jeep. Urchin brincó al hombro de Nikolayev.
El adalid enemigo era alto y gallardo, sus movimientos bruscos e intimidantes proyectaban fortaleza. El joven rey, sin ser tan aventajado, en cambio poseía un aire de nobleza que opacaba el fulgor divino del caballero que me dedicó una breve mirada de desprecio y dijo al Rey: bien… y aquí estamos –tomando entre sus manos el atizador de su caballo.
En ese momento, antes de que Jerusalém pudiese espetarle una respuesta, se escuchó una octava trompeta sonar desde el oeste y nos volvimos hacia ella. La tierra comenzó a temblar y a aullar bajo los pies de un gran ejército salido del abismo. Aquellos que se avecinaban portaban uniformes negros y los ostentosos blasones en concordancia con su vestir estaban marcados con un relámpago rojo.
¿Quiénes son ellos? –pensamos todos pero nadie dijo nada.
Un brazo más de la guerra nos daba alcance. Tan numeroso como tres de las cuartas partes de las huestes celestiales.
El ejército extraño se detuvo. La tierra cesó su agonía y su propia comisión de caballeros con rostro turbio y oscuro semblante montando en (¿eso son lobos? –preguntó Jafet. Lo dudo bastante –alcanzó a responderle el ruso) bestias como perros de dos colas con largos colmillos y cuernos y hocicos babeantes y negros, fueron a nuestro encuentro. Donde las bestias pisaban se oscurecía y apestaba, como si la tierra se muriese. Instintivamente nuestras manos se posaron sobre las armas. Pero deteniéndose a una distancia prudente, las criaturas cedieron paso a su señor.
Montado en un albo corcel, venía vistiendo una panoplia blanca como la nevisca: un hombre delgado y bello. Su largo y hermoso cabello ondulado era gris, al igual que sus ojos que apenas eran opacados por las perfectas líneas de su rostro. Poseía un aire árabe y caucásico a la vez. Su semblante, que denotaba felicidad y tristeza, quizá nostalgia por tiempos lejanos y mejores, era enigmático y encantador.
Sus delgados labios delineados no terminaban de describir una sonrisa o una mueca severa. Sus finas manos tomaron delicadamente pero con firmeza las riendas de su montura cuyo andar parecía impregnado de la gracia de aquel sujeto.
El corcel se adelantó unos pasos. El jinete inclinando gracilmente la cabeza a un costado miró al Capitán enemigo, quien titubeante, como acobardado, dijo: -Hermano.
Mika'il –le llamó el jinete –¿crees que así fue como lo planeo Él?
Y esa tarde, cerca del anochecer, los seres de la creación nos dimos muerte.
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