-Y… ¿dónde estoy? –se preguntó Paullet saliendo de un sueño. Había sido un sueño oscuro al que entró sin darse cuenta y salió sin esperarlo. Intentó incorporarse del suave arbusto de algodón sobre el que hasta hace un instante dormía.
-Bienvenida a Olidén... pequeña viajera -le dijo una voz pausada y tintineante sobre ella. Paullet escuchó las palabras pero no comprendió claramente. En sus oídos sonaban como pequeños cristales siendo golpeados suavemente por el viento; como lluvia cayendo sobre un espejo, como copas con agua hasta el medio siendo golpeadas delicadamente con una cuchara. Parpadeó y se frotó los ojos. Poco a poco, al mismo tiempo que las imágenes pasaban de ser un borrón sin forma en sus ojos, las palabras fueron tomando forma en su mente.
-Has dormido mucho rato -siguió la voz. Ahora sonaba como las secas hojas otoñales quebrándose bajo pisadas; como las ramas de un árbol seco crujiendo al ser golpeado por el viento
-¿Como he llegado aquí? -preguntó Paullet incorporándose de la yacija de algodón. -¡Ho!, has andado mucho por el camino. Y él mismo te ha traído hasta mi lumbral -respondió la voz que ahora sonaba apresurada como agua corriendo, como un río precipitándose a una cascada.
“¡El camino!”, se dijo Paullet y los recuerdos comenzaron a soltarse en imágenes dentro de ella. El camino amarillo, largo, recto e interminable; las montañas, y los lagos parecían quitarse haciéndose a un lado del camino. Todo para que éste siempre fuera el modo más corto de llegar a su propio destino. En donde pisaba parecía una simple pista asfáltica pintada, sin embargo su tonalidad dorada desmentía esto. Y cuando se miraba a lo lejos, poseía un ligero movimiento, como rosas mecidas por el viento.
Paullet intrigada había preguntado a la ardilla el origen del amarillo sendero. -El mago de Oz la construyó-, respondió el roedor. -Para llegar sin demoras y sin desvíos a cualquiera que fuera su destino-. ¿Y de que está hecha? -preguntó Paullet-. ¡De magia! -respondió su amiga.
“Mamá nunca me lo va a creer”, se dijo soltando la mano de su amiga, llevándola a su bolsillo. Y pensando en todas las cosas maravillosas que había visto durante su breve viaje (cosas que Mamá nunca creería), llevó la cara a un costado, mirando hacia el lado opuesto en el que se hallaba la ardilla y pregunto: -¿Y los elfos, como son ellos?
Cuando volvió a ver su compañera ya no estaba a su lado, y ella parecía andar por una amplia curva. Intentó regresar, pero de regreso era curva también. No anduvo mucho antes de impacientarse y comenzó a correr. Sabía que tenía que concentrarse en encontrar el calcetín, sin embargo, en el fondo de su aparente desesperación, se iba diciendo: “sería genial si encontrara a los elfos”. Así marchó por un rato hasta toparse un inmenso roble. El camino se perdía debajo de las raíces donde Paullet no lo podía seguir. Cansada se sentó a meditar su predicamento, y tras un par de pestañeos, se durmió.
-Debes tener hambre, -dijo la voz no menos melodiosa que antes pero ahora como el canto de un ave. Paullet agitó la cabeza volviendo de sus pensamientos. Frente a ella se encontraba una dama alta y bella, pálida pero radiante, de ojos profundos y serenos. Sus orejas puntiagudas sobresalían de entre su dorado cabello lacio. Se derramaba como una cascada sobre sus hombros y su espalda.
-¿Tú eres un elfo? –dijo Paullet.
-Así es… -respondió la dama- Yo soy Anirúl, espíritu y señora de este bosque, hogar de los elfos del alba –dijo poniendo sus manos sobre el pecho de la niña, transmitiéndole una sensación de placer y bienestar.
-¡Wow! Elfos… -exclamó Paullet recostándose en el algodón.
-Así es querida viajera, podrás ver a los elfos después. Ahora, debes comer. Mis gnomos te atenderán – y diciendo esto se retiró de la estancia. Se movía como la niebla lo hace sobre el campo.
Paullet la vio salir por una puerta circular, y volviendo la cara al techo exclamó: ¡wow!, gnomos.Para recibir estas fumadas de peyote en tu mail, pidelo en comentarios
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