domingo, 26 de diciembre de 2010

8-Los banquetes de Paullet

-Confío en que ha descansado, -dijo una voz. Paullet, que apenas abría los ojos estirándose sobre la cama, vio una mancha borrosa. Se talló y la imagen se fue aclarando; era David el gnomo-. Durmió toda la tarde –siguió él-. Su cena ya está dispuesta. La dama Anirúl le desea buenas noches, y dulces sueños -terminó diciendo con su parca manera de hablar.
-¿Podemos ir a ver a los elfos? –preguntó ella sentándose.
-Desde luego. En cuanto amanezca será un placer conducirla ante la presencia de la dama Anirúl.
-¡¿Hasta mañana?! – replicó la niña.
-Hasta mañana –replicó a su vez el gnomo-. Por las noches nadie sale de sus árboles. Debe saber que Olidén, como todos los bosques no carece de las indeseables visitas de lobos, coyotes y otras criaturas. Es por seguridad –dijo y sin más, se despidió.
En cuanto David hubo salido y cerrado, Paullet (que no era del tipo de niña que se queda con las ganas,) brincó hacia la puerta. “Sólo me asomaré tantito”, se dijo y parándose justo donde había visto al gnomo abrir, buscó la perilla. Se llevó el índice al labio inferior, reflexiva… ¡No había perilla! ¡Pero el gnomo la había tomado al salir! Qué cosa más rara…
Desde luego no se quedó cruzada de brazos. Primero intentó abrirla empujando. No se abrió.  Después embistió con más fuerza con el mismo resultado. Entonces la pateó ya molesta, y volvió a intentar empujando; lo hizo con un costado apoyando todo su peso. A continuación se acostó en el suelo y empujó con toda la fuerza de sus piernas. De nuevo de pie trató con la espalda y con la mecedera… No consiguió moverla un milímetro.
Cansada tomó una jarra de la fungimesa y bebió. ¡Qué rico está esto! –exclamó sentándose en la mecedora. Era una malteada de nuez, chocolate, avellana, fresa, vainilla ¡y chicle! Todos esos sabores al mismo tiempo y por separado en su lengua. “Estos gnomos han de ser magos”, se dijo recostándose, paladeando por momento la fresa, por momentos la nuez. Entonces lo descubrió. ¡Era obvio! Estaba dentro de un árbol en el país de los elfos… Tenía que ser, sin lugar a duda ¡una puerta mágica! y las puertas mágicas únicamente se abren con… palabras mágicas.
Ya que no conocía las palabras mágicas decidió que no tenía caso dejar que esos pasteles de durazno y manzana se enfriaran. Además, el esfuerzo le había soltado el apetito. Comió y bebió felizmente hasta que no pudo seguir. Estaba tan llena y pesada que no tuvo fuerzas para volver a la cama, y en la mecedora se durmió.
Transcurridas unas horas despertó. David el gnomo sonreía.
-Buenos días –dijo el gnomo-, su desayuno está servido.
-¡Qué bien! –dijo Paullet. A pesar de su abundante merienda, había despertado con apetito-. ¿Qué hay para desayunar?
-Me alegra que pregunte. Está vez le hemos preparado pastel de miel, de mantequilla, panqués con crema batida y fresas. Chocolates con helado de vainilla… -comenzó a enumerar David pero Paullet interrumpió diciendo:
-Sí, sí. Todo eso suena muy bien, pero primero quisiera echar un vistazo allá afuera –dijo conteniendo el hambre.
El gnomo se calló ceñudo y en un tono ligeramente brusco, suficiente como para notarse su enfado pero no tanto como para ser grosero, espetó-: Las cosas en orden van, y los alimentos están en primer orden que salir a jugar. En cuanto termine lo que tardamos horas en prepárale, estaré feliz de llevarla a donde desee.
-¡Oh, discúlpeme señor gnomo! –Exclamó Paullet apenada-, no quise despreciarlo. ¡Todo en verdad es delicioso! Le prometo que comeré enseguida.
-Sí, como usted diga… -refunfuñó secamente David y dándose la vuelta salió dando un portazo.
Paullet se quedó en silenció con las manos en las mejillas, apenada. Tenía frente a ella un banquete, igualado únicamente por los dos anteriores. Lo miró extasiada. Cada cosa depositada en ese hongo se le antojaba. Se preguntaba que sabores escondería esa rebanada de pan con los colores del arcoíris, y empujada por un ligero sentimiento de culpa, se entregó a su apetito. Comió con tal ímpetu, que no se dio cuenta cuándo se quedó dormida en la mecedora.
 Al despertar, de nuevo se encontró a David observándola.
-El almuerzo está servido –anunció el gnomo.
-Pero… pero… pero… -dijo la niña.
-Sin peros –dijo el gnomo-, uno debe comer tres veces al día y a sus horas, así que coma, coma y coma. –Y Paullet comió y comió, en buena parte por temor a ofender a David de nuevo, y en buena parte porque, no sólo todo era delicioso, sino que tenía mucha hambre. Y cuando hubo terminado de comer, se durmió, y luego despertó para cenar.
Durante la cena, le comentó a David que se sentía como internada en un hospital. Sólo despertaba para comer. Con la gran diferencia que ahí, cada vez le llevaban más comida. Lo raro era que siempre despertaba hambrienta. Le preguntó por la dama Anirúl, y el porqué de su ausencia.
-Le diré que pase a verla a la brevedad –contestó él.
Paullet ya sospechaba que algo turbio se traía el gnomo, pero sorprendida por el ofrecimiento exclamó: -¿En serio, haría eso por mí?
-Desde luego -respondió pasándole un tarro rebosante en mantecado-, ahora: coma.
-¿De qué es?
-No pregunte. Le gustará –dijo el gnomo dándole un cucharón de madera. Y en verdad le gustó. Era otra comida mágicamente deliciosa. Era tan rico que lamia todo el cucharón antes de llenarlo de nuevo.  David la miraba satisfecho, cual cocinero complacido con su obra. Paullet, en cambio, lo miraba con recelo: “¡Cuando Anirúl se entere que no me deja salir, ya verá este gnomo!”, exclamaba para sí misma con la cuchara entre los labios.
Un par de comidas luego, David (cargando una cesta repleta de nueces), le dijo: -la dama Anirúl estuvo aquí, pero la halló tan profundamente dormida que no quiso levantarla. Sin embargo me indicó que la guiara a su presencia en cuanto usted esté dispuesta.
Así pasaron los días. Paullet extrañaba a su madre: “¿cuántos hace que no la he visto?”, se preguntaba imaginándola sentada frente al armario. No podía saber si su hada madrina emprendería su búsqueda. Quizá nunca la encontraría… Y a pesar de tristeza no dejaba de comer ¡el hambre no se lo permitía! ¡Y no importaba cuanto se esforzara, el sueño la vencía después!  Pero quería ir a casa ¡tendría que salir de ahí por sí misma y de cualquier modo!
Pensó entonces en un escape: pero sólo había una forma de salir: correr antes de que los gnomos terminaran de servir la mesa. No dudaba en que tratarían de detenerla, pero no había más que intentarlo. Ya afuera pediría ayuda y buscaría a la dama Anirúl.
Convencida con su plan levantó la jarra de jugo de moras. Se estaba ahogando con un trozo de galleta. Encontró entonces junto al pan de jengibre, un rollito de papel con una nota que decía:
“Te están engordando para alimentar a Anirúl. Dile a David que no comerás nada más hasta que no te muestre el bosque ¡y no comas! Has que te lleve a la pista del Sauce Danzarín. Espera por mí”.
La nota no estaba firmada. Paullet la observó con detenimiento. Le parecía duro de creer que alguien tan bella como Anirúl pudiera ser tan perversa. Pero los cuentos le habían enseñado que muchas cosas terribles vienen en empaques hermosos, y ella nunca dudaba de las verdades de los cuentos.
Finalmente escondió la nota entre su ropa. Tomó un profundo trago del jugo de moras, y se dispuso a dormir.

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