Cuando los carruajes se detuvieron de golpe en el estrecho It Boğaz, Aladriel, y su tío, Rigel, regente de Belial, cayeron de la comodidad de su asiento impactándose contra los guardias que los acompañaban.
-¡¿Qué rayos pasa?!-, ladró el Regente apoyándose en la cara del qirmizi. Levantándose, Aladriel pateó la puerta del carro para echar un vistazo. En medio de esa niebla apenas se veía a un kilómetro a la redonda. Primero observó el derrumbe que bloqueaba el camino de regreso: “que diantre…”, pensó mirando al lado opuesto. Ahí, vio a una Zefiro con su arco extendido, y junto a ella, a diablo rugiendo con furia que empuñaba un enorme hacha con sed de venganza: era Mabarok.
-No puede ser… -, se dijo así mismo el ángel regresando dentro del coche para hundirse dentro del asiento:-¿Qué hacen… juntos?
-¿Qué sucede?-, preguntó Rigel más calmado pero con inquietud en la voz. En primera instancia supuso que habían sido atrapados en medio de un derrumbe. Seria un contratiempo terrible pero podrían salir de ahí volando en unas horas. Como sus alas estaban demasiado marchitas como para hacerlo por si mismo, por su mente pasó el recuerdo de su viejo hipogrifo. La montura alada que usan los altos caballeros del Empireo. El suyo había muerto hacia milenios, al igual que los de los demás fallen. Los hipogrifos no se adaptaron al hostil ecosistema del infierno. Murieron miles en días.
La falta de una montura alada no seria problema, su sobrino y sirviente lo llevaría en sus brazos mientras las tropas movían los carros y a los corceles para continuar el viaje. Sin embargo, cuando escuchó al capitán Ichthyostega gritando instrucciones salió de sus añoranzas para entrar en consternaciones.
-¡¿Qué nadie puede decirme que es lo que pasa?!-, chilló mientras afuera los qirmizi eran llevados a la ruina.
Salió del carro y dos guardias lo tomaron de los brazos: -Lo sacaremos de aquí-, le dijeron. Miró sobre ellos y vio a la gorgona y a Mabarok. Sacudiéndoselos los mandó a ocuparse de Conejo Blanco:-¡asegúrenlo, hay que sacarlo de aquí y largarnos!
“No puedo perder al djinn…”, pensó volviendo al coche, “el Senescal me mataría”. Dentro miró a su sobrino estremecido. Una furia comenzó a emanar desde la estrechez de su pecho irradiando cada vena de su cuerpo. Comenzó a brillar, intenso como una estrella, rojo como un sol; sus ojos secos recobraron vida, y en su rabia pateó a Aladriel con la fuerza de sus primeros días: -¡eres un imbecil!-, le dijo en un reclamo -¡te dije que un día nos meterías en problemas!, ¡¿Y ustedes que esperan?!- gritó dirigiéndose a su escolta que hasta ese momento, atónitos en los cómodos sillones, no habían hecho más que presenciar la escena:-¡muévanse estupidos, hagan algo!- les mandó. Así que, aunque en realidad no sabían que hacer, salieron chocando entre ellos.
En cuanto se hallaron en medio de la lucha abrieron las alas, al mismo tiempo Zefiro caía sobre el toldo del coche donde Rigel no cesaba de patear y gritar a Aladriel. Los piqueros qirmizi habían conseguido matar su montura que se desplomó dentro del desfiladero, no sin arrastrar alguno.
En un ultimo momento la gorgona había brincado. Rigel y Aladriel escucharon el golpe: -¡¿Qué esperas?!, ¡sal de aquí idiota!-, gritó el regente a su sobrino. Como éste no reaccionó el Regente optó por abandonarlo, mientras, los guardias que había mandado al combate se enfrentaban sobre el carro a la gorgona.
Matar a un ángel no era algo fácil. Te atacaban desde la ventajosa posición de las alturas, podían golpearte con sus fuertes alas, patearte, o simplemente atravesarte con sus largas lanzas. Pero por otro lado, sobrevivir al ataque de una gorgona no era sencillo. La mayoría de los ángeles jamás habían visto una, y no podían distinguirla de un diablo cualquiera.
Atacaron confiados, tres a la vez, aguijoneándola con sus picas . Zefiro jaló la coleta que contenía lo que Zack había pensado eran unas gruesas rastas sebosas. Estas se levantaron como si cobraran vida. Era un nido entero de serpientes marrones de ojos rojos. Los propios ojos de Zefiro brillaban en tono carmesí: se vio un disparo de luz roja en la niebla que llamó la atención de todos los combatientes, pero sólo sus atacantes que la miraron directamente sintieron un terror tan terrible recorriendo sus venas, que endureció sus músculos. Al instante, la rigidez pasó a la piel. Lo ultimo en petrificarse fue la cabeza, un segundo antes de entender lo que sucedía. Cayeron convertidos en estatuas de piedra con el miedo esculpido en el rostro.
En ese breve instante, en el que el campo de batalla enmudeció, Zefiro empuñó su largo cuchillo rugiendo el nombre de su presa: -¡Rigel!
El regente sintió un escalofrío: una gota de sudor escurriendo por su cuello. “¿Cómo sabe mi nombre?”, pensó sin poder evitar mirar a la mujer. “¡Una trampa!”, dedujo de inmediato. Estaba pasmado… Alguien lo había traicionado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario