Su nombre es Esther. Le gusta alimentar a las palomas, los días nublados y hundir los dedos en los costales de semillas.
Le teme a la oscuridad, a los relámpagos, al fuego y a los búhos. Piensa que son de mal agüero, “si una de esas malditas aves se posa en tu puerta, algo terrible va a pasar”, explica.
Tuvo seis hermanos, pero un incendio en la hacienda se los arrebató junto a su madre. Su padre volvió a casarse, pero nunca fue aceptada por su madrastra. La señora encadenaba la alacena, y la mandaba a dormir con los caballos cuando su padre no estaba. Nunca le dijo nada, temía enfadarlo.
Para el padre todo iba según lo planeado. Pensaba que el comportamiento de Esther se debía a la perdida de su madre; “pero ya lo superará”, decía cabeceando antes de dormir. Ella era el ultimo pensamiento del día y el primero, luego el campo, su mujer, los animales, la hacienda.
El hombre era un progresista: “algún día Esther podrá ser doctor o abogada”, le decía a su mujer. Quizá debió decírselo a su hija.
Murió cuando la niña tenía 11 años confiado en que su esposa la cuidaría. Ella se lo prometió en su agonía. Y al principio así lo hizo parecer ante amigos y familiares, pero en cuanto pudo mandó a Esther a vivir de tiempo completo a la caballeriza.
Al menos se sentía mas cómoda entre los equinos qué en la casa grande, aunque sólo le dieran de comer las sobras. Ahí se encontraba un caballo marrón que había sido de su madre. Era muy pequeña para montarlo pero soñaba que huía cabalgando de ese lugar, esa casa, esa bruja que había -juraba ella- envenenado a su padre.
La madrastra vendió el caballo. Tenía mucho tiempo queriendo deshacerse de él pero su difunto esposo no lo había permitido. La viuda veía en el animal un constante recordatorio de la otra esposa, de la primera, de su rival imaginaria y del amor que había existido entre ella y su hombre aunque ahora se lo comieran los gusanos.
No tenía ni un año de viuda cuado se casó con un marino retirado. El marino presumía de ser un hombre acaudalado. Pasó a vivir a la hacienda, y endilgarle sus deudas a la mujer. “Es momentáneo”, decía “en lo que mis asuntos en el sur despegan”, decía… pero no tenía ninguno.
El hombre disfrutaba de la verborrea, de la bebida, la comida, y las niñas que apenas empiezan a ser mujer. Violó a Esther repetidas veces hasta que su esposa los descubrió en el granero.
Ahí fue cuando comenzó a temerle a la oscuridad. El hombre se metió una noche a la caballeriza, la tomó del cabello, la arrastró al granero, la golpeó hasta que dejó de resistirse, y la violó con rudeza en una absoluta oscuridad entre el escandaloso cacarear de las aves que la picoteaban en la cara.
La niña que no tenía simpatía alguna por la señora en ese momento la sintió como su libertadora. Cuando la mujer abrió las puertas del granero Esther pensó que era el ángel de la muerte que por fin acudía a liberarla.
De cierto modo fue liberada: el hombre acusó a la pequeña de haberlo seducido, y fue echada a la calle.
En la calle aprendió a robar comida, luego a robar dinero, a asaltar, a vender su amor a los bien parecidos y a amagar a los regordetes adinerados. Se enroló en el alcohol en una época en que las drogas sintéticas eran raras y escasas. Se volvió diestra en el uso de las armas blancas y en el útil arte de burlar a los policías. Jamás mató a nadie pero acuchilló a varios. Le fue bien, vivió más aventuras de las que había imaginado entre los caballos, conoció todo el país, conoció un hombre de quien quedó en cinta.
El hombre desapareció a los seis meses de embarazo y ella se auto practicó un legrado. La vida continuó, los años se juntaron… Esther envejeció.
Vivía la vida desenfrenada: nunca pensó llegar a los 20, a los 20 no creyó llegar a los 30, a los 30 no se veía posibilidades de alcanzar la cuarta década. Vivió 97 años.
Los últimos 30 años de su vida los pasó mendigando. Descubrió que era un buen negocio.
El día de su muerte había mendigado en la avenida principal toda la mañana. Pasado el medio día decidió volver a casa. Se sentía observada. Todo el camino tuvo ese cosquilleo en la nuca.
Al entrar al basurero donde había construido su casa se detuvo un instante y miró atrás. No encontró nada, pero la sensación seguía clavada en su nuca y comenzaba a bajar a la espalda. “Así que ya es tiempo”, se dijo mirando al cielo y siguió su camino. Esther no veía el futuro, ni era vidente, ni poseía una sensibilidad sensorial especial o diferente, pero cuando se es tan viejo como ella, uno percibe esas cosas.
Entró a casa, hurgó bajo las bolsas y los trapos sucios sobre los que dormía y sacó una lata. Abrió la lata, metió una bolsa de tela con todas las monedas que había conseguido de los automovilistas, tapó la lata, y la devolvió a su lugar.
Frente a un montón de papel periódico tenía una vieja cocineta, puso a calentar agua. Tomó la bolsa de arroz que estaba sobre la silla en la entrada y salió a alimentar a las palomas.
Antes tenía mas palomas, pero los otros inquilinos del basurero se las habían comido. “Ante la necesidad no se puede reprochar”, se decía como consuelo.
Tomaba el arroz, lo echaba al piso, las palomas comían, y ella volvía a hundir muy profundo las manos en la semillas, aferrándose a sus últimos instantes: la sensación ya la había abrazado toda. Era fría, era como un cuchillo de plata.
Entonces inclinándose la muerte le habló al oído:-¿Dónde está el dinero?
-Has lo que viniste a hacer ángel de la muerte, y liberame de una vez- espetó como si pudiera espantarlo y cerró los ojos.
Fue un golpe seco en la base del cerebro, primero vio lucecitas de colores y luego oscuridad.
Después de un instante alcanzó a ver una luz lejana, como si fuera el final de un túnel y corrió hacia ella. Se dio cuenta que tenía su cuerpo de 10 años de regreso antes de ver al final del camino a su madre montando su caballo y a su padre tomando las riendas.
-Hija, ven rápido- escuchó decir a su madre, mientras su padre abría los brazos esperando poder estrecharla contra su pecho.
Las lagrimas empezaron a correr, sus piernas comenzaron a dar zancadas mas grandes y mas rápido. Tenía un nudo en la garganta que no le dejaba gritar esas dos palabras que dejó de pronunciar muy pronto en su vida:-¡Ya voy mamá, ya voy papá!. Más bien era como si le hubieran arrancado la lengua o la garganta.
Llevaba los brazos extendidos con las manos abiertas, los dedos rígidos, el corazón palpitante y los ojos llenos de alegría.
Entonces algo le cogió el piecito. Se fue de bruces sobre la oscuridad y miró atrás. Un mano salida del abismo la sujetaba, y luego otra mano, y luego otra, y otra mano más se aferró a ella con fuerza clavándole las garras.
-¡No! ¡suéltenme!- comenzó a gritar pataleando. -¡Debo ir con mis padres!, ¡me están esperando!- lloró llena de terror al ver que su cuerpo era de nuevo el de una anciana decrepita mientras las manos la arrastraban.
Volteó de nuevo a ver a sus padres que la veían afligidos. Les gritó pidiendo ayuda, pero ellos únicamente miraban sin atreverse a dar un paso en la oscuridad. Luchó desesperada: pataleaba, miraba a sus padres, volvía a ver a las sombras que se la llevaban, y de nuevo miraba a sus padres…. Hasta que volvió a mirarlos, y los vio agachar la cabeza, dar media vuelta y desparecer.
En ese instante dejó de luchar, y se la tragó la oscuridad.
“Éste es el castigo por una vida llena de pecados”, dijo una voz.
“Pero lo que te espera por asesinar a un hijo no nacido es un marino en un granero, por toda la eternidad”.
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