miércoles, 3 de abril de 2013

París

Extraño París por ratos. Pero no el París de las luces, ni el de las flores ni el de los príncipes. Tampoco ese que está lleno de gatos.
Y es tan raro para mí extrañar un París en el que nunca he estado, en un país que nunca he deseado, que ni me importa su destino, ni su camino andado.
Pero lo extraño, y es raro.
Extraño el París que llevas enredado en tu cabello, ese al que te aferras con las manos, y el que se te escapa por los labios cuando sonríes. Ese tan extraordinario.
Extraño la capital de ese país tan pequeño, pero tan significante, que cabe celosamente guardado en el fondo de tu pecho, debajo de otros amores que has amontonado en esa cajita de música que no deja de latir. 
¡Extraño tanto París!
El de tu juventud, el de tus pasiones, el desencajado que vagamente suena en todas las canciones que te gustan, y se entreve en las cosas bellas que te asustan, es el París que extraño. Tu París, ¡el París de no sé donde!, ¡el inesperado!, ¡el imprevisto!, ¡ese del que tanto me has hablado!, el que no me corresponde.
El París donde abandonaste tus sueños hechos bola entre unas sabanas tibias, el que te emociona, el que te hace temblar, el que te arranca tus más tiernos suspiros, y tus más violentos anhelos. El que extirpó tu inocencia con un hielo.
El que te da amor.
El que se quedó en el último piso de aquel edificio formado únicamente por motitas de algodón.
Extraño ese París de tu pasado. Y lo odio. Lo aborrezco con odio descarnado por llegar a ti antes que yo, con su coqueta primavera, sus coloridos desfiles, sus payasos de caché y su idioma afeminado.
Odio sus campos verdes, sus ojos azules, su cielo blanco, y su pizpireta lengua de mujer.
Lo odio tanto que ofrecería mi alma por una oportunidad de viajar al pasado con nada más que un bate de béisbol entre mis nerviosas manos.
Y llegaría a ese edificio del que imagino tanto has contado, que ya hasta conozco sus más íntimos peldaños, y subiría en chinga, corriendo, gritando, arañando las paredes, ciego, furico, y desesperado.
Imaginando esa escena en la que estás estremecida, conmocionada, tensa, pero rendida, tumbaría la puerta justo en ese momento, para convertirme en la fría y blanca piedra… que escurre entre tus piernas.

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