"¿Por cuánto tiempo he caído?", se preguntaba Paullet en la negrura, también se preguntaba si había dejado de caer. La oscuridad era inmensa, algo que una niña como Paullet llamaría inimaginable. No podía distinguir si estaba abajo o arriba, ni arriba o abajo de quien. Apenas podía distinguirse a sí misma. Sentía algo suave apoyado en su espalda. El morral que le diera el viejo Rumpel lo tenía enredado entre las piernas, por tanto tentó bajo su espalda explorando hasta palpar un bulto pachón, moldeable como una almohada de algodón y suave como cualquier muñeco de peluche.
Siguió tocando hasta tener entre sus dedos una extremidad. Algo como una pierna suave y corta: "¡¿sobre qué caí?!" se preguntó Paullet dándole un tirón.
-¡Hay! -chilló la bola de algodón.
-¡¿Sobre quien caí?! -exclamó Paullet incorporándose de un brinco. Detrás de ella apareció un conejo blanco vistiendo de traje. Se sacudía el polvo de su saco murmurando algunas cosas que Paullet no logro entender.
-Lo siento -se disculpó Paullet.
-Yo lo siento más niña, -dijo el señor conejo sacando un reloj dorado de su bolsillo. Lo pegó a su oreja y comenzó a sacudirlo. Parece que no se le aflojó nada, -continuó-. Bien niña...
-Me llamo Paullet, -interrumpió Paullet parándose firme frente a él.
-Para mí sólo eres una niña, -repicó el conejo devolviendo el reloj al bolsillo-. Tengo que irme, dijo haciéndola a un lado con el brazo.
-¡Espere! -el conejo se detuvo, levantó una oreja con suspicacia y atendió-: ¿es usted el conejo del País de las Maravillas?
-¿El País de las Maravillas? -respondió retorico el conejo-, no conozco un país que no esté lleno de maravillas niña. Ahora, tengo que irme, no hay tiempo que perder -dijo y comenzó a brincar alejándose de Paullet. ¡Oiga, oiga! -gritó ella-, ¡busco a los duendes de los calcetines!
-¡No sé de duendes de calcetines! -contestó el conejo-, ¡sólo de reinas de corazones!
Paullet se quedó ahí un instante, pensando en la Reina de Corazones del País de las Maravillas. Viendo como el conejo blanco se convertía en una mancha blanca lejos de ella en la oscuridad. De pronto la embarcó una sensación de acartonamiento. Sintió seca la piel en su rostro y en sus manos, como si no hubiese una sola gota de humedad partida por la mitad en ese lugar. El viento no soplaba, y el aire olía mal... olía a viejo, como a la casa de su abuela. Daba la sensación de que hacía muchos años que no se lavaba nada en esa cavernosa lavadora vieja. Entonces recordó las palabras de Rumpel: "pase lo que pase, no sigas al conejo". Y sin pensarlo, corrió detrás de él.
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