miércoles, 12 de enero de 2011

10-Paullet y la sopa

Paullet no tuvo que andar mucho rato por el Camino Amarillo antes de que comenzaran a aparecer alcatraces. Entre más avanzaba mas se tupia el horizonte con las altas flores. Se alegró al pensar que no estaba lejos de su objetivo, pero no dejó de albergar una ligera angustia por no haber sido perseguida. Eso quería decir que habían optado por ir tras Mike.

El Camino Amarillo la llevó a una pequeña casa de adobe sin ventanas y con techo de paja. Era tan pequeña que la puerta era tan alta como ella. Estaba bastante nervosa. Hasta ese justo momento no había pensado en que iba a decirle al duende, pero ya estaba ahí. Se secó el sudor de las manos en su ropa y tocó tres veces. 

Luego hubo un instante de silencio, tras el cual una voz preguntó:-¿sí?

-¿Es usted el duende que lava la ropa? – preguntó Paullet.
-Sólo déjela en su lavadora. Estará limpia por la tarde.
-No –repicó la niña-, necesito que me devuelva algo.

El duende no respondió.

-¡Señor duende! Si me deja explicarle.
-Explíqueme –dijo el duende.
-¡¿Quiere abrir la puerta?! -dijo Paullet desesperándose. La noche comenzaba a caer.
-¿Qué tienes para ofrecer a cambio? –respondió el duende. Que como buen duende trataba de conseguir alguna ganancia.

Instintivamente Paullet miró dentro del morral. Sólo había verduras y una bolsa de detergente. Siendo que era un duende lavandero se inclinó a ofrecerle lo último.

-¡No! –Respondió el duende- el jabón de tu gente ensucia el agua y mata los ríos.

Entonces Paullet le ofreció las verduras.

-No estoy interesado –dijo el duende.
-¿Y si le hago una sopa señor duende?

Se hizo otro instante de silencio tras el cual el duende respondió:-Pero entonces tendrías que entrar.

-Si no quiere no señor duende, sólo déjeme explicarle –dijo Paullet.
-¿Qué tienes para dejarte entrar?

¡¿Tener?!, ¡pero si ya no tenía nada que ofrecerle! A no ser que… Paullet se palpó la ropa y se hurgó en los bolsillos. ¡Sí!, ¡Ahí estaba el gis mágico!

Paullet entró en la casa del duende dibujando su propia puerta. Éste gritó sorprendido. ¡¿De dónde había conseguido esa niña tal magia?!

-Le doy el gis, si me da mi calcetín –sentenció ella sonriendo.

El duende, que era un kobold, seguía sin sobreponerse. Se apoyaba en la pared de lodo con una mano en el corazón y sus orejas puntiagudas caídas. Palluet nunca había visto un kobold, le pareció que tenía piel de reptil.

-Ya que entraste a mi casa sin permiso –dijo con reserva el duende- creo que merezco esa sopa, y ese gis mágico.
-Me parece justo –respondió la niña.
-Te daré el calcetín cuando tengas la sopa lista –dijo el kobold recobrando la confianza.
-Bien. Entonces tendrá el gis hasta que yo tenga el calcetín.
-¿Y cómo es exactamente el famoso calcetín? –preguntó con fastidio. Había perdido la ventaja en esa negociación.

Paullet le mostró el que llevaba consigo. Tras observarlo le explicó que tendría que buscarlo en la gran marmita del tesoro, que es donde los duendes guardan todo aquello que roban a los hombres, y se encontraba el centro de su pueblo.

-Esperarás aquí mientras haces la sopa –le dijo. Pero gentilmente, antes de partir dispuso todo lo que Paullet necesitaría. Puso la olla al fuego, sacó los utensilios de cocina, y un mantel blanco. También le indicó en que gaveta estaban los platos y en cual los cubiertos. Al fin, cuando estuvo a punto de salir, ante tanta amabilidad Paullet le dijo: -¿me da su nombre señor duende?

-¿Qué ofreces a cambio de él?- respondió el duende,  pero como Paullet ya no tenía que ofrecer, el kobold se fue sin decirle nada.

Ya sola, mientras arreglaba la mesa, Paullet reflexionó sobre la codicia de los duendes. Éste era el segundo duende que conocía en su vida y era demasiado codicioso. Más de lo que los cuentos le habían enseñado. ¡Ahora tendría que darle el gis mágico! Entonces comenzó a sentir desanimo. Porque, aunque los duendes siempre cumplen sus tratos, alguna artimaña le reservaría para final.

En esos pensamientos se distraía cuando la olla comenzó a burbujear. ¡El agua estaba hirviendo! Espantada se llevó las manos a la cara. “¡¿Qué voy hacer?!”, se dijo. Había recordado que no sabía cocinar.

Comenzó a picar las verduras a diestra y siniestra. Igual echaba un trozo de papa que un tomate entero. En ese momento, tratando de recordar cómo Mamá hacía la sopa, vio el pomo de sal sobre la barra, junto a una cesta con especias. Entonces tuvo una idea.

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